En una tarde como alguna otra, yo, bajo el ligero sol después de las dos, entre medio sol y media sombra para evitar el hartazgo; esperaba a algo.
Podría mencionar que esperaba a alguien, pero aunque la esperaba, no la esperaba a ella, por supuesto, ella era el motivo. Mas volviendo al asunto, no era ella a quien esperaba, sino a su partida.
Cada día, después de las dos y antes de las cuatro, cuando el último timbre acontecía en aquel edificio de hormigón pintado de blanco, llegaba una Van color melón, aunque bien decolorada, para recogerla.
Y ese era el asunto. Verla partir.
Hacía ya unos meses pasados de su natalicio y aunque en primavera fue, ahora en otoño su madre aún me recordaba. Parece que su madre era de mejor memoria que su padre. Dudo que a éste último le causase impresión alguna. En fin. Ese día por algún azar bueno o malo para mí persona, aquella señora ya marcada por la edad pero no tanto para llamarla vieja estaba particularmente parlanchina.
No era la primera vez que lo estaba, pero sí que era la primera en la que fui su objetivo, y también la última.
Como ya he dicho, después del último timbre y al salir del edificio de tres plantas me quede reposando a media sombra junto al portón guinda que decolorado parecía carmesí.
Al cabo de unos minutos, mientras estaba ocupada aquella, la Van hubo de llegar por el lado izquierdo de la calle para luego dar vuelta apuntando a por dónde vino. Nada raro.
La señora tocó el claxón tres veces de forma rápida. A lo que su hija salió a gritarle ni fuerte ni débil pero audible que salía en unos momentos. Aquellos momentos…
Como para evitar el aburrumiento se volteó y para hacerme su víctima conversativa me dio un saludo corto pero bien intecionado.
Claro, aunque no soy particularmente hablador tampoco me niego rotundamente a ello, de hecho, fui yo quien dio lugar a aquella conversación por el… algo, eso, aquello que dices en un momento de espontaneidad. Tal cómo así.
-Hola.
-Buenas tardes.
-¿Qué haces allí parado? ¿Esperando a tus papás?
-No, no, realmente, esos tiempos ya han pasado, no por ser un adulto o más maduro que hace unos meses; solo que ya no poseo el privilegio.
Hubo unos segundos de silencio, volteó un poco la cabeza hacía el frente e hizo un corto gemido en comprensión.
-Oh.
Se volvió hacía mí y dijo ni rápido ni lento.
-¿Entonces? -preguntó.
-¿Perdón? – contesté extrañado de que aquella interlocución que, supuse, era nada más allá de la cortesía, no haya terminado. Ella evidentemente no sabía lo que pensaba, pues hizo la pregunta una vez más.
-¿Entonces? ¿Qué haces aquí?
-Esperando.
-¿Esperando qué? – replicó con una mirada bastante extrañada.
No sé si en un instante de indignación por la falta de tacto o en uno de desesperación por su interrogatorio contesté de forma rápida, clara y concisa.
-Esperando a su hija.
A punto de decir algo se detuvo unos parpadeos en lo que, supongo yo, procesaba lo que acababa de oir; en aquel momento podía imaginarme que en el caso de que ella poseyera barba estaría sin duda alguna peinandola en repentina comprensión, aquello obviamente no pasó. Pero lo que si pasó fue una pregunta obvia, con respuesta obvia, pero exactamente puntual para que la conversación progresara, siendo ella por supuesto que la haría, y en serio se lo agradezco.
-¿Cómo por qué la esperas?
Ahí estaba. Una vez más en desconocimiento de la sensación y sentimiento que me recorría la respuesta salió tan vulgar como si tuviera diarrea verbal.
-Porque me gusta ella señora, porque me gusta mucho.
Y se quedó callada. Yo también lo hice.
Pasó poco más o quizás menos de un minuto. Minuto en el que me quede viendo la acera y al pavimento, solo que no miraba lo que miraba, sino aquello que había visto, o mejor dicho, lo que había contestado.
Después del minuto ella se volvió por tercera vez hacía mí. Y me invitó a subirme a su auto. Por supuesto que acepté, ya todo había sido dicho, o eso pensaba pues claro ahora está para mí, que me subestimé.
Sin saber como continuar ella aspiro aire por la boca unas cuantas veces como queriendo decir algo sin terminar por decirlo.
-¿Sabes que ella…?
-Lo sé. Probablemente mejor incluso que usted o ella misma.
-¿Y sabes qué…?
-¿Qué no tiene gusto por personas de mí carácter? ¿O de qué no poseemos la misma orientación sexual? ¿O de sus diversos problemas psicológicos? ¿O de su afección cardiaca? ¿O de su rotundo asco por los pies, incluso los de ella?
¿Cuál de esos es? Dígame.
Contesté de forma apresurada, interrumpiendola incluso. Entonces sus ojos centellearon con repentina sorpresa. Un claro contraste marcaba la conversación, siendo ella liberal pero estricta, y yo asaz tradicional pero indulgente y con esa ligera falta de carácter de la juventud.
Al final terminó haciendo otra pregunta obvia. Pero antes de que pudiera terminarla la interrumpí una vez más y de manera aún más abrupta.
-Señora, su hija no será hermosa, pero me gusta, su hija no será mi esposa, pero me gusta, su hija no será la madre de mis hijos, pero me gusta, su hija probablemente ni siquiera me recuerde en dos años, pero me gusta.
No soy un mártir, menos un tonto. Me gusta porque me gusta hacer las cosas a mi manera. Me gusta porque me gusto más yo aún que ella. Porque me gusto tanto ella me gusta como lo hace.
Porque no deseo vivir acompañado, mas no quiero morir solo. Al fin y al cabo no moriré con ella, cuando muera no habrá nada, incluso el vacío estará ausente. Cuando muera ella se quedará aquí, aunque quizás no por mucho más que yo. Y cuando muera todo aquello por lo que habré temido se volverá tan inverosímil como aquello que desee imaginar.
Me detuve unos instantes a recuperar saliva y aliento. Y continué.
-Muchos dicen que de la juventud para madurar falta mucho, pero para mí es innegable que es dónde se establece una base.
Tengo casi la mayoría de edad. No tengo sueños de éxito rotundo o de causas nobles. Eso no es raro. Es criticado y condenado, pero no raro.
Yo solo tengo tres objetivos: Conseguir una economía estable, superar mi miedo a la muerte de los que amo, y vivir la vida no felíz, pero sin dolor en tanto sea posible.
Vivir solo hasta en la adultez no es triste. Disfruto de mi soledad, no porque sea único y depresivo. Se puede atribuir que es en mi soledad en donde gobierno con aún más plenitud que Dios sobre las religiones abrahámicas.
Por eso, quiero vivir solo. Pero no solo sin nadie que me acompañe, mas bien solo en el sentido que no interfieran de forma agresiva a mi paz mental. Quiero que alguien esté allí para mí, y si es necesario, estar ahí para alguien.
No necesito una relación amorosa ni una aventura sexual. Me basta con alguien que pueda escucharme y acompañarme en mis últimos días. Porque sé que a quien más amo morirá antes que yo. Y porque los demas a quienes quiero estarán, pero no estarán para mí ni conmigo. Estarán en mi funeral. Me llorarán. Me enterrarán o me cremarán. Me pondrán en el altar de muertos. Mostrarán las escazas fotos de mí niñez y juventud. Pero no estarán plenamente para mí cuando yo los habré necesitado.
Que no quiera envejecer solo en la soledad absuluta y en mi locura es una cosa muy aparte. El hecho de que su hija me encante y quiera saborear sus mejillas cuál durazno es otra.
Para bien o para mal, coincidentemente creo que su hija es una persona con la que me gustaría compartir mi soledad. Nada más allá de eso.
Paré en seco, saqué unas barritas de piña y les di un mordisco. Ya casi eran las cuatro y el hambre no se hacía esperar. Entonces le ofrecí barritas. Por compromiso pues.
-No, gracias, provecho.
Posterior a la corta respuesta, tragué y dije al final.
-Señora, me encanta su hija, mas se me hace tarde y no esperaré a que me entierren sin o con ella aquí en medio del sol. Que tenga buen día.
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